César Simón: una mirada sentimental hacia la vida
porPedro García Cueto
César Simón
nació en 1932 en Valencia, pero pasó su primera infancia en Villar del
Arzobispo, localidad a la que pertenecía su familia materna.
Su padre fue Manuel Simón
Berenguer y su madre Carmen Gordo. A la madre de César se le ofreció la
posibilidad, cuando las tropas republicanas salieron de Villar del
Arzobispo, de mandar al niño a Rusia, pero su madre se negó.
Fue un niño abocado a las
letras, un hombre persuadido por el espíritu del lenguaje, por la
belleza de las palabras. Estudió en Las Escuelas Pías, primero, luego,
en la Academia Castellanos y, por último, en los Hermanos Maristas.
Conoció, en 1948, cuando César
tenía dieciséis años, a su primo Juan Gil-Albert, el cual volvía del
exilio. Su figura y su talento fueron ya influencias decisivas a lo
largo de su vida. Gracias a Gil-Albert, conoció el joven poeta
valenciano a Jaume Vidal, Xavier Casp, Pedro de Valencia, Genaro
Lahuerta y Ramón Gaya, entre otros.
Establece contacto con la
hermana de Gil-Albert, Tina, madre de la que será más tarde su mujer,
Elena. También conoció a Feli López, ama de llaves de la familia
Gil-Albert, por la que sintió un gran cariño.
Todo este repaso biográfico es
necesario para entender que la figura y el pensamiento de César Simón
estuvo marcada por una infancia donde se desarrolló la Guerra Civil, por
una juventud donde conoció a un gran escritor, de su estirpe familiar,
el cual marcó decisivamente la trayectoria de su obra.
Todo ello, sirve para entender
la hondura de la voz del poeta valenciano, uno de los de mayor talento y
de pensamiento más profundo de su generación.
Fue un hombre de gran
sentimentalismo, un ser de mirada verdadera y un espíritu reflexivo.
Sobre su obra gravitan temas esenciales como el paso del tiempo, la
muerte, el amor efímero, el fracaso de la comunicación con el otro, la
conciencia como fatalidad en la vida del hombre, etc.
De sus años de profesor de
Instituto le quedaron amigos como Arcadio López Casanova y Pepe Mas,
entre otros. De su experiencia docente en la Universidad de Valencia
nació su gran amistad con profesores y poetas de la talla de Pedro J. de
la Peña, Jenaro Talens y Guillermo Carnero.
Como podemos observar, el
mundo de César Simón estaba lleno de referencias artísticas, envuelto en
una atmósfera de creación.
Para Guillermo Carnero, el
ensimismamiento es un tema clave en el poeta valenciano (en mi opinión,
fue un tema que le persiguió toda su vida). Lo dice en el número de El
Mono-Gráfico dedicado a él: “Ese ensimismamiento era la manifestación
externa de la realidad, de su segregación de ella, y al mismo tiempo de
su repugnancia a sustituirlas por quimeras o paraísos en los que no
creía” (Guillermo Carnero, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, pp.27-28).
Cita Carnero, al final del artículo, el poema “Frente al balcón” perteneciente al libro de poemas Extravío,
donde el poeta plasma una mirada que revela la hondura de las cosas,
pero también la certidumbre de ser miradas sólo en la conciencia,
interiorizando su ser, en lo más profundo de sí mismo.
Comento unos versos de este poema: “El vacío, mi fiel y noble pulso / mi
saliva y mi propio corazón, / mi calor y mi temperatura, / mi secreto: el silencio” (vv. 8-11)-
Magnífica forma de expresar
al ser que se afirma en su conciencia, el vacío expresa el absurdo de
la vida, la saliva y el corazón son pulsaciones de su ser, lo que le
condena al cuerpo, a una existencia real. El calor es metáfora de su
hálito humano y la temperatura es espejo de su arraigo a la tierra y,
por último, el silencio, ensimismamiento, búsqueda del ser en el no ser,
extrañamiento de su ambigua condición humana.
El poema termina de forma
magistral y nos confirma que el poder de mirar es un impulso creador,
quizá el único que nos mantiene en pie, que nos salva de la nada en que
habitamos al vivir: “Ah, delicadamente, entonces, contemplé de nuevo el
balcón, / el pálido sol del muro, las oscuras plantas, / mi cuerpo
milagroso en un instante / del mundo: la mirada” (vv. 12-16).
Nos llama la atención el
adverbio “delicadamente”, lo que nos demuestra la sensibilidad inherente
en el poeta, el cual llega a las cosas con sigilo y con tacto.
La presencia del balcón (nos
recuerda, sin duda, a algunos poemas de Brines, que reflejen muy bien
el abismo entre el espacio interior y el exterior), la antítesis entre
la luz: el sol tenue (pálido) y la negrura: “oscuras plantas”. Y, como
era de esperar, la certidumbre del cuerpo, como si el poeta se viese a
sí mismo (ensimismado) en el cotidiano acto de vivir, sorprendido del
milagro de respirar, de habitar en un cuerpo: “mi cuerpo milagroso en un
instante” y, naturalmente, la mirada, potencia que hace posible la
efímera felicidad de sentirse vivo.
César Simón logra en “Frente
al balcón” una rara perfección y nos ofrece todo lo que para él es la
vida: sorprenderse ante el acto de respirar.
Considero que Extravío
es uno de sus libros más logrados, un libro donde el poeta descubre su
profundo sentimiento por estar vivo. En las Elegías (I,II y III) aparece
el mar, metáfora de la vida que transcurre sin clemencia, el jardín,
espacio de la felicidad, el sol, poder luminoso (en la estela de
aquellos pintores que impresionaron a través del color) que alivia la
mirada por la blancura que nos deja (el alba) pero nos hiere al ir
muriendo (el crepúsculo).
El prestigioso poeta y crítico Ricardo Bellveser escribió en El Mono-Gráfico
un artículo dedicado al primer César Simón, y llama la atención en la
insistencia, como hizo Carnero, en la mirada del poeta: “Se añade la
mirada del poeta quien se nos presenta como un delator confundido en la
muchedumbre, que pasa inadvertido a la policía, pero está ahí, a
nuestras espaldas “Os contemplo”, amenaza inquietamente y anuncia grave:
“Soy. Y lo sé. Os miro” (Ricardo Bellveser, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, p. 33).
Para Bellveser, Simón vive en
la mirada, se manifiesta en el poder de contemplar a los otros, pese a
que su poder pueda parecer ínfimo no lo es, es su manifestación más
contundente de estar en el mundo. Se refería, con estas certeras
palabras, al tercer libro del poeta valenciano, titulado Estupor final.
Pero también constata la presencia del mar en su primer libro, Pedregal, cuando lo relaciona con la muerte y la vida, inmerso este antagonismo en la tradición clásica de la poesía española.
El mundo de César, su enorme
humanidad, fue muy bien vista por Teresa Garbí en “Apuntes sobre César
Simón” en el citado número de El Mono-Gráfico, cuando dice
acerca de su compenetración con la Naturaleza, con su universo cercano
lo siguiente: “Y era tal la humanidad de los paisajes que amaba que los
quería poblados de animales, sobre todo de perros, cuya mirada y gestos,
como sabemos, nos hacen sentirnos humanos y acompañados” (Teresa Garbí,
El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, p. 65).
Cuenta en este artículo que
César, pleno de humanidad, recogía perros abandonados. Para él, sin duda
alguna, lo más sencillo era lo más profundo y despreciaba aquello que
llegaba con facilidad: el halago hipócrita, el dinero inmerecido, etc.
No en vano, uno de sus libros más estremecedores en prosa fue Perros ahorcados
(Pre-Textos. Valencia, 1997), donde César nos habla de la vida, de su
casa, del campo, de las cosas verdaderas y, por supuesto, del amor por
los perros, por su cercanía y por el afecto que le producían: “De
pronto, he sentido detrás de mí un rumor y he vuelto la cabeza. Un perro
grande, pastor alemán casi blanco, ya me lamía la mano. No me he
asustado. He dejado que me husmeara muy cariñoso, encaramándose a mi
pecho con sus manos” (p. 10).
El hombre y el animal
establecen una comunicación profunda, basada en la mirada y en la
confianza, al igual que el caballo lo será para un gran amigo de César y
poeta también, Pedro J. de la Peña, cuando nos regale los maravillosos
versos de su Poesía Hípica, un canto de amor entre el hombre y el
caballo como muy pocas veces ha producido la literatura.
Merece la pena comentar unas
palabras de Marcos Ávila del citado Mono-Gráfico y de su artículo “Al
correr del tiempo”, cuando dice acerca de César: “Sí, César Simón era un
poeta de ahora, de los pocos de verdad que son poetas, alguien que
escribía desde el no saber, desde la búsqueda, y por eso tuvo algo que
decirnos entonces y sigue teniendo algo que decirnos ahora que ya no
somos el joven, pero sentimos aún más dentro el sentido de libros suyos
como el titulado Erosión”.
La palabra de César no muere,
nos dice Ávila, sigue presente, latiendo en sus amigos y en cada uno de
los lectores que nos adentramos, entregados, en sus versos apasionados-
¿Y el amor? Tema indudable
en su obra, fuego que no ha de morir nunca, porque vive en el momento en
que triunfó la pasión amorosa. Lo refleja muy bien el poema “Cuando
amas” de Extravío: “Permanece un silencio cuando amas. /
Escucha al fondo / la vastedad de la respiración, / la gota de agua y el
rumor del viento” (vv. 1-4).
El amor, en estos versos, lo
es todo, hay que callar para sentir que es lo más hondo y verdadero que
poseemos, la culminación de nuestra ambición humana, la forma de
sentirnos realmente inmersos en el mundo, en un momento pleno donde no
existe conciencia de la muerte.
Y hay que fijarse en los
últimos versos del poema para recordar esa unión mística, que nos
recuerda a San Juan de la Cruz, cuando, tras la noche oscura del alma,
encuentra al esposo- Dios: “Y ves de lejos. / Ven, al amor, de lejos. /
Desde la noche, / desde el desierto, /arrimado a los muros, / a
perecer en él, como acto único” (vv. 5-10).
Sí, el amor llega tras la
noche, tras un proceso de búsqueda y de soledad, hasta la consumación.
Pero esta muerte no es la que acaba con el ser humano, injusta y cruel,
que no hace distinciones de edades ni de condiciones, sino una muerte
que propicia la vida eterna, la que nos salva de pensar en nuestra
caducidad.
Muy pocos poetas han expresado
tan bien el amor, lo que significa, su recorrido desde la noche hasta la
claridad, y, por ende, la magnitud del instante no tiene parangón, pues
en ésta se propicia la vida verdadera.
Hay otro símbolo constante en
su poesía: los muros. Representan la ausencia de la libertad, que el
hombre, en su vocación de entrega, debe vencer para adquirir la efímera,
pero plena, felicidad del amor.
Me gustaría terminar este
estudio dedicado a la obra de César Simón (limitado al espacio que
supone la investigación sobre otros importantes poetas valencianos
contemporáneos) con algunos versos de su libro El jardín.
Lo publicó Hiperión en
1997 y hay, en el mismo, poemas muy significativos, porque buscan la
esencia, como si el poeta hubiese ido afinando su pensamiento, al igual
que Juan Ramón Jiménez, en pos de la verdad de la vida.
Antes de comentar un poema del
libro, merece la pena citar las palabras de Pedro J. de la Peña y lo que
nos dice acerca del sentido del mismo: “Este libro de César es, por lo
tanto, una pregunta sobre nuestro origen, una inquisición a las sombras
para arrebatarles un perfil de luz, un resquicio olvidado de lo
insondable” (Pedro J. de la Peña, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, p.
74).
Muy cierto lo que nos dice el
poeta de Reinosa, porque el libro es, ante todo, un deseo de saber, una
búsqueda hacia el origen de nuestro existir. Éste está compuesto de
varias partes, la primera: Una noche en vela es la noche de la aventura
hacia el origen de la vida, donde destacan poemas como “Lejanía”:
“hay un lector insomne / que se abstrae en el grillo” (vv 3-4).
La mirada de Simón está cerca
de cualquier ser del mundo, llena de luz y sombra. Repite en “Textura
veraz” el mundo del hombre que contempla, pasivo, “vivir el canto de los
grillos”.
Hay algo arcano en Simón, algo
que viene de la tradición de aquellos que miran el campo para conocer
la vida, lejana de toda cultura libresca. Lo dice muy bien en el poema
antes citado: “ser un bulto aterido, / quieto, simbólico, distante, /
sentado en una silla; / ser quien piensa y respira / lo más antiguo, lo
más cierto” (vv. 7-11).
La verdad está en ese poder de
la contemplación, en ese ocio de ver pasar la vida, como muy bien hizo
Juan Gil-Albert, cuya influencia en nuestro poeta es indudable. Late en
el poeta valenciano el mismo ímpetu que Gil-Albert, ese deseo de estar a
solas con la Naturaleza, de entender los significados del Universo.
En esta primera parte hay un
poema donde César Simón niega el amor humano, porque encuentra en la
respuesta de la Naturaleza una fidelidad mayor, una entrega verdadera
que en el ser humano siempre decepciona: “¿Amar? No amar a nadie / con
la proximidad que fue ceguera. / Amar…Hay
otras cosas, / el aire puro, / la corteza del árbol, / las criaturas desvalidas”
(vv. 1-6).
¿No es amor también? Se trata de un amor que queda, porque no se nos va, no nos arranca de su lado.
Simón reniega del amor
humano: “Pero, ¿amar otro cuerpo, / fingir alcances, / ser ciego y
sordo. No, no sirve” (vv. 7-9).
En definitiva, lo más
hondo es, como ya comenté antes, el silencio, una entrega al mundo sin
palabras, poseído por la mirada: “El pasmo más profundo es el silencio, /
los roces de las manos sobre la dura piedra” (vv. 10-11).
Si hay roce en la piedra
(lo que nos lleva a recordar a Rubén Darío y su poema “Lo fatal”: “y más
la piedra dura, pues esa ya no siente”) es que el poeta entiende que el
verdadero amor está en su arraigo a la Naturaleza, e, incluso, a lo que
no siente, como la piedra, de ahí ese tímido contacto con ella “roce”.
En el segundo apartado del
libro, ese universo nocturno llega a desaparecer y surge “Al alba”,
sólo compuesto de dos poemas: “El final” y “Sala con sol”. La repetición
de las cosas aparece en el segundo poema: “Ah, qué antiguo, qué antiguo
/ estar aquí, / entrar en esta sala / inundada de sol, / y sentir el
silencio más sumido / que ayer y que anteayer, / siempre lo mismo y
nunca más que entonces” (vv. 1-7).
Todo es igual, el tiempo se repite y el sol (espacio de luz que invita a la vida) vuelve, de nuevo, a nuestros ojos.
Llega luego Intermedio
(parte III) con el poema “Dos enfermos”, donde un amigo visita a un
moribundo, suenan las notas de Chopin, lo que me hace pensar en Juan
Gil-Albert, no en vano, él, extremadamente sensible y amante de la
música dedicó un poema al genial músico.
En el transcurso del poema
habla el visitante, no el enfermo, pero el final nos estremece: “Él,
esta noche, ha murmurado / la terrible belleza de las notas” (vv.
19-20). Si recordamos el final de la vida de Gil-Albert, cuando su porte
elegante y su sabiduría se fueron apagando irremisiblemente por la
decadencia de su mente prodigiosa, el poema nos parece reflejar al
hombre moribundo, de espíritu excelso, pero devastado por la enfermedad y
por la crueldad de la muerte próxima.
Luego llega el apartado IV,
titulado Cosmológicas, con dos poemas: “Unidad ilusoria” y “La vida
inextinguible”, donde Simón reafirma su visión del mundo, la condición
trágica de la vida. Y, por último, Jardín (apartado V) compuesto de
bellos y cortos poemas que parecen aforismos.
Cito, para no extenderme más
sobre lo ya comentado antes, el poema “Lo postrero” donde afirma su
falta de fe religiosa, la sensación de que, tras la vida, no hay nada:
“Sólo el edén espera, / el edén de las rosas / que no se ven, / de los
árboles que no existen” (vv. 1-4).
Ese paraíso es un vacío que
sólo existe en nuestra ilusión, no hay forma de volver, ni vida posible,
ni tan siquiera espiritual, (en mi opinión), ya que nada sustenta el
mundo conocido, con nosotros y nuestra muerte se apaga todo vestigio de
nuestra existencia. El único espacio donde puede vivir el hombre que se
ha ido es en el recuerdo de los otros, nos dice Simón.
Este poema resume muy bien toda su obra, el jardín es símbolo de la vida, el lugar donde ha plantado sus raíces (donde ha dejando hijos) y el poeta pasa por ella, agradeciendo lo que ésta le ha dado y le da, aunque desconozca qué ha ido a buscar en realidad. El hombre, ensimismado, porque lleva dentro la extrañeza de su condición humana y una soledad que le arraiga a las sombras, pero que le han regalado luz.
Quiero terminar este estudio sobre el gran poeta valenciano que nos dejó un diciembre de 1997, citando las palabras de José Luis Falcó, perteneciente a su artículo “Los días hermosos” que apareció en el homenaje que la revista El Mono-Gráfico le dedicó en el año 2003-
Dice Falcó: “Como dije al principio, siempre recordaré a César por los días hermosos. Pocos amigos he tenido la fortuna de conocer que supiesen acompañar tanto con apenas un gesto de pena o de alegría. Ahora, mientras escribo de nuevo estas líneas, sé que está, que estará siempre conmigo, ayudándome a saber escoger y a vivir siempre, a decantarme por lo esencial, por los días hermosos, por ese enigma encadenado al sol y no resuelto” (José Luis Falcó, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, p. 45).
Qué mejor forma de terminar que esa entrega del amigo al hombre que supo sentir la vida, con comprensión y afecto a los demás, cuya modestia le llevó a acoger a perros abandonados, como fieles compañeros, lejos de los posibles galardones que un hombre de su talla recibió. Su obra sigue siendo un misterio, un lugar donde residen certezas y oscuridades, un espacio de humanidad y belleza, no exentos del sino trágico que siempre acompañó al poeta valenciano desde su más tierna infancia.
La luz de su poesía, su mirar a la vida siempre quedará en nuestra retina, ya que César Simón alumbró una de las mejores obras que nos ha regalado el mundo literario levantino.