viernes, 26 de abril de 2019

Ilustracción del Prólogo "De la confesión a tres jóvenes comunistas" de "Candente horror"

Ilustración que compondrá el libro "Glosada de Candente Horror de Juan Gil Albert", por Ramón Fernández Palmeral. Libro  en construccción.



[PRÓLOGO] de Candente horror

Mi pezuña fresca, mi incipiente borceguí como de laminadas hojas de cobalto, puso sobre la tierra vigorosa este entumecido paso de buey calzado de oro que los pastizales regresa por el temor. Por el temor y la ignorancia que alienta en sí mismo, porque el mundo está incrustado en su silencio, y las voces de los hombres, las múltiples, las confusas, los oleajes de palabras: Contradictorias que resuenan sus encrespadas salivas o sus arrullos de noche eterna con ese corazón de agua que se escucha al dormirnos, me impiden vigilar más atento qué es lo que pasa aquí, qué sean estas duras bellezas que se callan, siendo así que descubro desde lejos acometerse monstruos, detrás de ese velo pintado donde el amanecer cada día se comba. Sí, camaradas que llegasteis, dignidad desnuda que resonó en mi pe­cho, donde ahora el boscaje solitario deja pasar esa verdad terrible que me habéis dado, ese panorama que logra otearse desde las alturas de vuestra boca firme.

(De la Confesión a tres jóvenes comunistas.) *

* José Bueno, Juan Miguel Romá (muerto recientemente) y Juarrino Renau, redactores de la revista «Nueva Cultura».



miércoles, 17 de abril de 2019

Radiobiografía poética de Pedro J. de la Peña, por Pedro García Cueto

(De izquierda a derecha: Pedro García Cueto, José Carlos Rovia y Pedro J. de la Peña. 05-04-2019)

 


En el laberinto del ser

Pedro J. de la Peña

por Pedro García Cueto

EL POETA QUE CONOCE EL LATIR DE LOS CABALLOS:
PEDRO J DE LA PEÑA

Pedro J. de la Peña nació en Reinosa en 1944, pero, siendo niño, su familia se trasladó a Valencia. En la ciudad que baña el Mediterráneo ha realizado toda su obra y ha transcurrido casi toda su vida. No hay que olvidar el espíritu viajero del poeta de Reinosa, su ansiedad de conocer el mundo, su avidez cultural y su amor indiscutible por la poesía.

Su mundo poético tiene, como esencia, el encuentro mágico con la palabra, para que surja la creación, donde el vate encuentra el mejor de los caminos.

Su poesía, desde Círculo de Amor (Premio Ausias March en 1972), pasando por Teatro del sueño (Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana y Accesit del Premio Adonais) hasta El soplo de los dioses, en 1991, galardonado con el Premio de la Ciudad de Valencia. Todo ello representa que la obra poética de Pedro de la Peña está suficientemente reconocida por su esmero, por su calidad y por ese arraigo al mundo del Mediterráneo que late en sus versos.

Pedro J. de la Peña no sólo es un hombre que ejerce de profesor de Literatura en la Universidad de Valencia, sino también un hombre que mira al mar, extasiado ante el rumor de las olas, ante la fascinación de sus aguas.

Pero no es el mar el interés que centra mi estudio (importante, sin duda, en su mundo poético) sino su Poesía Hípica. Este grupo de poemas es un muestrario magnífico del amor por los caballos, animal mágico, telúrico, cuya fuerza desborda los sentidos y convierte al poeta en un admirador incondicional de su perfil divino.

Pedro de la Peña contempla al equino con toda su avidez humana, implicando su mirada y su voz en lo que el caballo le transmite, viviendo, al unísono, las mismas emociones.

Desde el caballo mitológico que irrumpe, desaforado, en la batalla (visión que nos recuerda al cine de Akira Kurosawa) hasta el caballo que comparte con el poeta el paso del tiempo, que le da parte de su ser. Esta comunicación maravillosa nos deslumbra y hace que el lector se entregue con devoción a la magia del poema y, desde luego, que entienda que el amor verdadero nace en un lugar que está más allá del lenguaje, en los gestos, en la mirada, en el tacto.

Todo ello da a la Poesía Hípica de Pedro J. de la Peña una singularidad que traspasa el papel, nos inunda desde cada verso, hasta conquistarnos totalmente. Nunca antes el caballo había sido tratado con tanto amor y nunca se había producido un libro donde el extraño misterio de la relación entre un ser humano y un animal cobrara tanta hondura.

Como dijo muy bien Andrés Torés García en el excelente prólogo a Poesía Hípica: “Poesía Hípica nace por el deseo, incesante y bullicioso, de dar sentido pleno a los rumores de la memoria” (p. 8).

Es, sin duda, una obra que busca el recuerdo, hilada por el paso del tiempo, donde el caballo y el hombre han tejido intensas emociones. Ambos, son espíritus activos y, a la vez, contemplativos, el hombre y el caballo alzan el vuelo hacia el misterio del poema que el poeta de Reinosa y tan profundamente valenciano, nos regala en cada verso.

Comento, a continuación, el poema “Los caballos” dedicado por el autor a Fernando Savater, otro gran amante del mundo equino. Dice: “La niebla es los caballos cuando respiran / de sus ardientes pechos sube a sus bocas, / como una nube blanca se eleva y gira / por los cortados picos, sobre las rocas” (vv. 1-4).

Como podemos ver hay una profundo dinamismo en el poema, el vaho del animal al respirar es niebla, tal es su poderío, la fuerza del pecho que le impulsa para formar desde el interior (su espíritu) hasta el exterior (la conmoción de éste en la Naturaleza).

Además, la comparación oportuna, el caballo alza el vuelo, cual nube blanca, en su continuo movimiento: “se eleva y gira” y en un ámbito de montaña: “por los cortados picos, sobre las rocas”.

Pero va más allá el poeta en su visión del caballo como ser mitológico, cuando dice: “El sol es los caballos cuando te miran / el sol son los caballos cuando los tocas / después de ese galope cuando transpiran / y relucen y brillan como las focas” (vv. 5-8).

Si el sol es comparado al caballo es por su resplandor, que ciega, sin duda, los ojos del que le miran. El caballo es un titán, una fuerza de la Naturaleza. Pero no elude la comparación con un animal menos épico (las focas), ya que el caballo tiene también sangre de los demás seres que pueblan su reino, pese a que brilla por encima de ellos.

Y el final del poema es magnífico: “El viento es esas crines cuando se mecen, / la tempestad sus belfos cuando resoplan, / la vida sólo es vida cuando galopan, / la noche sólo es noche cuando se desvanecen” (vv. 9-12).

En estos versos, el poeta ya se entrega del todo al animal, hay una fuerza telúrica en el equino, tal es su estampa al galopar que parece que las crines son el viento y el resoplido ensordece como una tempestad. La pregunta es evidente: ¿quién puede parar a semejante titán?

El poeta lo ve en su grandeza, mirándolo admirativamente, consciente de que sólo se vive cuando él está (la vida sólo es vida cuando galopan) y herido de muerte cuando se va, como el influjo de la noche que todo lo oscurece: “la noche sólo es noche cuando se desvanecen”.

Al leer el poema, uno se pregunta si es un caballo real o un sueño que el poeta ha dejado impreso en el papel. La respuesta no es fácil, pero intuyo que es el caballo real, visto desde el amor infinito del jinete-poeta que le otorga cualidades humanas y divinas al mismo tiempo.

Y Pedro J. de la Peña sabe que el caballo es libre, indomable, que surca el mar y el cielo y que, pese al jinete que lo monta, su poder destrona a cualquier hombre.

Lo dice muy bien en “Aceptación del propio destino”, cuando menciona el poder del caballo, su infinita libertad: “Aunque tu flecha alcance / el aire abierto, el viento, el sol, / el curvo espacio, la infinita carrera, / la longitud perdida de la tarde, / hay un caballo ilimitado / que sin jinete corre más allá” (vv. 3-8).

Sí, el poder del caballo es ilimitado, tanto que el hombre puede domarlo todo (el aire abierto, el viento, el sol) pero no al equino. El caballo es sólo dueño de sí mismo, porque en su existencia lleva el sino de la inmortalidad. Por ello, el espacio que queda entre el hombre, condenado a morir y el caballo, emparentado con los dioses, es inabarcable, abismal.

La flecha que lanza el hombre no tiene fin, porque el caballo, ya enloquecido la persigue, en el confín del Universo: “Pero lanzas tu flecha y nunca llega / donde tu sueño quiere ir, Quirón demente: / donde la noche es vida / y vida es el silencio, / donde germinan oros sin medida, / donde nace el temblor del talismán…” (vv. 13-18).

Sí aparece de nuevo la noche, pero en un sentido distinto, ya que la noche es el espacio donde el caballo, como una aparición, se desvanece, en “Los caballos”, aquí es noche de descubrimiento, de fulgor, donde el caballo reaparece del vacío y lo alumbra todo.

Pilar Verdú señaló en la revista El Mono-Gráfico de Valencia (nº 15-2003) que Pedro J. de la Peña ama al equino, ha hecho de su vida una completa entrega al fantástico animal: “Con sus caballos ha corrido, ha conocido, ha crecido: juntos, como narra en un hermoso poema de Los dioses derrotados, les han salido las canas” (p. 105).

Y dice algo aún más esclarecedor: “Parece encontrar en estos fieles compañeros una relación de respeto y apoyo más pura que con muchos seres humanos” (p. 105).

Y es muy cierto lo que señala Pilar Verdú, ya que al caballo lo mira siempre el poeta con admiración y con amor, no conoce el equino el odio o el rencor, vive sólo entregado a su poder, a su furia y a su mansedumbre. Estas cualidades asombran al amigo-poeta que se siente en él verdaderamente feliz, dichoso como casi nunca ha podido estar con los seres humanos que ha conocido a lo largo de su vida.

Y es importante centrarse en los temas que van hilando el libro: el tiempo, la muerte. Y, sin duda alguna, dos mundos: el épico, a través de las batallas que describe magníficamente el poeta de Reinosa hasta los poemas íntimos, como “Lo inaccesible” o “Envejecemos juntos” donde ambos, hombre y caballo, se encuentran en perfecta sintonía, hasta el punto de vivir juntos las más hermosas emociones.

Si en “Lo inaccesible” dice: “Y yo acerco mi mano hasta tu boca / y tú la besas…” (vv. 19-20), para reflejar el gran cariño y la enorme complicidad que ambos tienen, en “Envejecemos juntos” consigue que el lector se deje llevar por la belleza del paisaje henchido de melancolía que nos recuerda a los parajes soñados por Antonio Machado: “A lo lejos el ansia de los montes azules, / los roquedales cárdenos bajo la tarde gris, / los palomos pintados sobre un campo de gules / en búsqueda de amor” (vv. 9-12), y también por ese sentimiento de pertenencia, de afinidad bien entendida entre el poeta y Sufí, su último caballo, perteneciente, estoy seguro, a la estirpe de los dioses.

El momento culminante llega cuando el hombre descubre una cana en la crin del equino, metáfora de una humanidad que les une para la eternidad: “En tu crin portentosa te ha salido una cana / y se une a las mías con la misma vejez. / Caballo hermoso y mío, tu cabeza es humana. / También tu corazón” (vv. 21-24).

Es en ese instante cuando Poesía Hípica culmina y nos ofrece el hermoso tapiz de emociones que se ha ido tejiendo en el noble corazón de Pedro J. de la Peña. Nunca antes se había escuchado tanta emoción que no necesita de palabras, comunicación única y verdadera hecha de miradas y de caricias, honda como la poesía de Pedro J. de la Peña.


LA ZARZA DE MOISÉS: LA MADUREZ POÉTICA DE PEDRO J. DE LA PEÑA


Celebro que haya aparecido La zarza de Moisés y que su autor haya conseguido el Premio de Poesía José Hierro a finales del año 2007 en San Sebastián de los Reyes. La publicación del libro, editado por el Ayuntamiento de San Sebastián de los Reyes y el Departamento de Publicaciones de la Universidad Popular José Hierro, es motivo de satisfacción para todos los que amamos la poesía del autor.

El mundo poético de Pedro J. de la Peña está reflejado en este libro donde la experiencia y la sabiduría consiguen aunarse en perfecta comunión.

Pasando al libro, podemos ver que está dividido en tres secciones: la primera, “De Zarzas interiores”, nos adentra en la poesía moral, donde el poeta inicia una aventura hacia el significado de la creación y una exploración sobre conceptos como virtud o rencor. En la segunda sección, nos habla de la poesía amorosa y lo hace con la pasión que un buen conocedor del amor puede dejarnos a los lectores. No en vano, el título “De amores locos” nos envuelve en el mundo de la fogosidad, como todo estado pasional debe ser para el que lo vive con intensidad.

La tercera y última sección se titula “De clérigos y juglares” y nos conduce a los poetas que De la Peña ha admirado y al significado que tiene la poesía como misterio y revelación del mundo. Aparecen poemas dedicados a Bécquer, Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío o Luis Cernuda. Hay, como podemos observar, un deseo de repasar la historia de la poesía a través de poetas esenciales que han dejado una gran huella en nuestra literatura. Pero no olvida el autor a poetas contemporáneos de la talla de Alberti, Luis Rosales, José Hierro y Juan Gil-Albert.

En todos ellos, late un apasionado lector de poesía, un hombre que ha dejado sus ojos y su corazón entre versos por los que ha bebido incesantemente. Sólo así, con esa entrega, se puede lograr la maestría poética que posee el poeta cántabro.

El libro se convierte así en un todo, un mosaico: desde la poesía moral, que quema en el interior del poeta en pos de lo que es debido hacer para alcanzar la virtud, hasta la poesía amorosa, que arrastra a De la Peña por los senderos de lo que se siente al ser herido por el amor. Y, naturalmente, aparece el concepto de poesía, como necesidad, como aliento para respirar y la presencia de los poetas de los que se ha nutrido, en los que ha bebido, para conseguir ese magnífico esfuerzo de ser diferente y, a la vez, tan humano como todos.

No quiero terminar este repaso por el libro sin referirme a dos poemas de alto calado emotivo, porque suponen un canto admirativo a dos figuras irrepetibles en el panorama de nuestras letras: José Hierro y Juan Gil-Albert. Si el primero nos dejó una poesía hermosa y llena de emotividad, el segundo ha expresado, como muy pocos, qué significa la dedicación poética, cómo debe un hombre aferrarse a lo que ama y qué inmenso sacrificio debe hacer para ser fiel a sí mismo.

El poema a José Hierro se titula “José Hierro respira con dificultad”, cito los veros que me parecen más relevantes: “Hablaba ya quebrado / desde una póstuma existencia / quién sabe si real o alucinada. / Y sin embargo seguía siendo / el ser más vivo que nunca conocí” (vv. 1-5).

De la Peña nos habla desde el afecto, retrata muy bien a un hombre que se iba muriendo: “Hablaba ya quebrado / desde una póstuma existencia”, pero cuya vida era tan real, tan apasionada que no se le notaba su extinción.

Me gustan mucho los versos que siguen: “Él inventaba las palabras nuevas / como “amistad”, “otoño” y “música” / que nadie había dicho con verdad mayor” (vv. 6-8). El lenguaje deja de ser algo convencional cuando lo pronunciaba un hombre único, inmenso, como era José Hierro, nos dice el poeta de Reinosa.

José Hierro vivió el dolor, una vida llena de penurias, pero también de pletóricas satisfacciones: “Y el corazón de acero no pudo resistir / tanta vida, tanta cárcel, tanto odio / que lo había asediado desde su juventud” (vv. 14-16).

Si la Guerra Civil y la cárcel mermaron al poeta, su ganas de vivir eran tan poderosas que siguió luchando, bravo como su temperamento y el mar cántabro de su juventud. El rencor no asoló su mirada, nos dice De la Peña: <“Pero él no odiaba, no sabía otra cosa que / amar su minifundio, sus gentes, sus amigos, / sus nietas y allegados al solar común / de “Nayagua”> (vv. 17-20). De nuevo, el amor, la compañía, el don de gentes del buen hombre, noble y auténtico que fue José Hierro y Nayagua, su lugar amado, el verdadero paraíso en la tierra. Este nombre nos recuerda a los edenes de otros poetas, como el de Luis Cernuda, llamado Sansueña o el de Francisco Brines, cuyo edén es Elca.

El poema nos habla también del poder del vino y el tabaco, aliados de su vida, pero aniquiladores de su salud. Quiero citar los últimos versos escritos con gran belleza, donde vemos el amor y el cariño que De la Peña tuvo hacia una figura irrepetible como Hierro: “Sabemos, por sus versos, que vive aún, / que no podrá morir nunca jamás, / que era una fuerza bruta y delicada, / una fuerza cantábrica y bravía / como el mar que él amó” (vv. 30-34). Qué mejor manera de acabar el poema que este sentido homenaje al poeta cuyos versos son ya inmortales, donde unió su amor por la poesía y la música y su cariño hacia los demás seres humanos. Esa enorme humanidad es cantada por el poeta de Reinosa y, como era de esperar, los últimos versos son un tributo a una hermosa tierra que les unió, tierra natal de Pedro J. de la Peña y tierra adoptiva de José Hierro: “una fuerza cantábrica y bravía / como el mar que él amó”.

En mi opinión, la referencia final al mar está cargada de sentido, ya que el mar es misterio, como la poesía, es vida, como nuestro aliento en la tierra. La existencia de un hombre único como José Hierro merecía un homenaje ten delicado y hermoso como el que le brinda, con extrema sensibilidad, Pedro J. de la Peña.

Y no quisiera terminar este estudio al último libro del poeta cántabro, sin referirme a otro gran amigo y poeta, admiradísimo por él y por el que escribe estas líneas: Juan Gil-Albert. La gran amistad que les unió queda reflejada en este poema crítico, duro, pero hermoso, donde la figura del poeta de Alcoy queda totalmente impregnada en nuestro espíritu.

El poema se titula “Gil-Albert calla definitivamente” y, aunque me gustaría citarlo en su totalidad, he elegido los versos que más me han impresionado: “No fue tu exilio tu silencio más largo / sino el aplauso de las gentes / que nunca te leyeron” (vv. 1-3). Esta crítica ya nos dice mucho, el poeta alcoyano soportó la hipocresía de los oportunistas que, sin tener interés en él ni en su obra, le dieron un sí postizo y engañoso.

Me gusta, sobre todo, cuando dice De la Peña lo siguiente: “Tú no fuiste de nadie que no fuera, tú mismo. / En esa libertad vivías enteramente solo / y silencioso / hasta que te sacaron a la rifa / momentánea del éxito” (vv. 10-14).

La mentira de la fama que sufrió Gil-Albert, el aplauso fingido, la hipócrita alabanza de tantos, pero la ética del poeta anulaba a todos, ensombrecía a los necios que le ensalzaban sin leerle, sin entender, ni atisbar, qué significa la poesía en la vida de un hombre que se entrega por entero a ella. La alusión a “rifa” para mencionar el éxito efímero es muy oportuna, porque en ese mundo de necios, el poeta se salda en la feria de las vanidades. Afortunadamente, para los que admiramos y queremos a Gil-Albert su espíritu nunca será traicionado por ese detestable vodevil: “Querido Juan, ¿cómo no imaginar / tu confusión de griego entre romanos / en ese desamparo del instante / del halago del necio / que es peor que el insulto?” (vv. 15-19).

De la Peña dialoga con su amigo y le ofrece el mayor tributo que puede darle a una figura que amó el mundo helénico: griego, ya que este término define muy bien cual era el pensamiento del poeta de Alcoy. La alusión en los siguientes versos a la voz de Juan Gil-Albert me emociona y me acerca aún más a esta figura irrepetible, como lo fue José Hierro: “Era grave, próxima y cadenciosa, / sin la prisa que corre por el mundo / y sin la ligereza de los que se mueven / hacia ninguna parte. / ¡Cómo pudieron confundirte con ellos!” (vv. 23-27).

La figura del poeta, su voz pausada que recreaba los momentos del pasado, que hacía del ocio una forma de vida, una manera de estar en el mundo. La alta calidad humana e intelectual de Gil-Albert lleva a Pedro J. de la Peña a indignarse ante la más remota posibilidad de confundir al oro (Gil-Albert) con la bisutería de los necios que le aplaudieron.

El dolor llega en los últimos versos, la pérdida de la memoria que sufrió el poeta en los últimos años y que dejó una herida honda en sus verdaderos amigos: “Ya en la cama, en las últimas visitas, / te quedabas callado ciegamente, / con las manos mudas, cruzadas, / mirando al infinito” (vv. 28-31).

Si la voz del poeta era un regalo para sus amigos, sus manos finas y delicadas que perdieron la capacidad de escribir (tantas obras irrepetibles) son una huella imborrable en ese mundo del dolor que soportó los últimos años.

Aparece de nuevo la palabra “silencio”, el que tuvo que soportar en sus años de anonimato mientras fraguaba una obra fecunda y hermosa, pero este último silencio, el de la ausencia de la memoria le hace aún más digno, mientras los predicadores de salón siguen alabando al que apenas conocieron: “Era el tuyo el silencio de un espíritu elegante / mientras soporta la inapelable banalidad del mundo” (vv. 32-33).

Magnífico final para este poema homenaje al que fuera su gran amigo. La alusión al “espíritu elegante” es muy brillante, ya que el dandismo del poeta era una actitud ante la vida, reflejaba su espíritu, su alto sentido del detalle y de lo bien hecho. Los otros, los necios, son la “banalidad”, seres que pasan de soslayo por el mundo, incapaces de adentrarse en un espíritu pulcro y perfeccionista como el que tuvo Juan Gil-Albert.

Hay otros hermosos homenajes en el libro, como el que le dedica a Juan Ramón Jiménez en “Juan Ramón Jiménez ve amanecer” o el de Rubén Darío, magnífico e inigualable poeta que abrió el Modernismo a nuestras letras, en un poema muy marcado por la presencia que el mundo cortesano y refinado tuvo en la vida y la obra de Darío, se titula “Me tomo unas copas con Rubén Darío”.

Es digno de mención el poema “Luis Rosales nos abre la puerta de su casa”, donde podemos conocer un poco mejor la humanidad de un hombre marcado por los bulos y la falsa historia, pero lleno de buena y honda poesía como fue Luis Rosales. Y no quiero dejar de citar el último poema del libro dedicado a Antonio Machado, titulado “Último retrato de Don Antonio Machado”, donde la voz del poeta suena en su mejor tono, la rima, que tanto y tan bien practicó el poeta andaluz.

En definitiva, estamos ante un gran libro de Pedro J. de la Peña, donde nos regala un hermoso testimonio de lo humano, reflejado en el arte de crear y en la poesía moral que componen la primera sección, en la pasión que lleva el amor y en su acabamiento, el desamor, en la segunda, y, como colofón, una meditación sobre la poesía, ejercicio al que ha entregado su vida, en el que se ha desangrado y en el cual ha sufrido la herida más honda, en el último apartado. La referencia a los poetas que han marcado su obra, como influencias necesarias, me parece muy brillante. Y, desde luego, el testimonio de la amistad como fondo en los poemas dedicados a José Hierro y a Juan Gil-Albert, llenos de emoción y lirismo.

Celebro este libro, porque, como su título indica, es fruto de una pasión que arde y que no se ha consumido, el gusto por la poesía y por la vida. Con La zarza de Moisés, Pedro J. de la Peña nos habla con el corazón y con la inteligencia, como sólo lo hacen los verdaderos poetas. Bienvenido sea.


(Publicado con autorización del autor Pedro García Cueto. Correo: 17 de abril de 2019)

martes, 16 de abril de 2019

Contra el fascismo con la pluma. II Congreso Intrnacional (Valencia-Madrid-París) 1937

Contra el fascismo con la pluma



El escritor francés André Malraux, fotografiado en el congreso de Valencia en julio de 1937 junto al mayor Gustavo Durán. EFE / VIDAL
 
[En el Congreso Internacional por los 25 años de la muerte de Juan Gil-Albert (abril de 2019 en Alicante y Alcoy), se ha estudiado la participación de Juan Gil-Albert como secretario del II Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura en Valencia, y su participación en el la "Ponencia colectiva" junto a Juan Gil-Albert, y otro escritores firmada como fueron:
A. Sánchez Barbudo, Ángel Gaos, Antonio Aparicio, Arturo Souto, Emilio Prados, Eduardo Vicente, Juan Gil-Albert, J. Herrera Petere, Lorenzo Varela, Miguel Hernández, Miguel Prieto y Ramón Gaya, y leída por Arturo Serrano Plaja, que fue quien la leyo]
     

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La Residencia de Estudiantes celebra 80 años del congreso de escritores afines a la II República.
Por las mismas fechas en que el Ejército Popular contenía el avance de las tropas de Franco con inicial éxito en la Batalla de Brunete, el Gobierno republicano se apuntaba otro tanto, éste propagandístico, al reunir a la créme de la intelectualidad mundial en el Segundo Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, también conocido como de escritores antifascistas.

El presidente Juan Negrín inauguró el 4 de julio de 1937 en Valencia aquella asamblea itinerante que recalaría luego en Madrid (coincidiendo precisamente con la ofensiva en el noroeste de la capital a partir del día 6), Barcelona y París, donde se clausuró el 17 de julio de hace ahora 80 años.

La Residencia de Estudiantes, que acogió las sesiones madrileñas del encuentro, recordó este jueves aquella Internacional de las Letras en una jornada donde departieron Manuel Aznar Soler, destacado especialista en la cultura durante la Guerra Civil; Lorna Arroyo, que analizó la figura de Gerda Taro, la fotógrafa del congreso, y Niall Binns, que trató sobre la participación de las delegaciones hispanoamericanas, invitadas por Neruda desde París.

A la mesa redonda siguió la proyección del breve documental que rodó in situ Julio Bris, en el que aparecen sólo algunos de los protagonistas de una cita que reunió a más de 100 "escritores proletarios" de todo el mundo: Juan Negrín, Rafael Alberti, José Bergamín, Manuel Altolaguirre -que montó en Valencia una Mariana Pineda en honor de Lorca, asesinado un año antes, y en la que Cernuda hizo de don Pedro-, Lluís Companys, André Malraux, Ilya Ehrenburg, Nicolás Guillén, Juan Gil-Albert, Alexei Tolstoi, Margarita Nelken y Ludwig Renn, entre otros.

El alemán Renn, a quien hoy no se recuerda mucho, no sólo se encargó de abrir las sesiones de Madrid, sino también de enardecer a un público que, aunque de procedencias diversas, se sentía fuertemente afectado por la guerra de España y creía en su dimensión internacional toda vez que "en ella se estaba jugando el porvenir del mundo", en palabras de Manuel Aznar. El bombardeo de Guernica y la muerte de Lorca añadían la carga simbólica a un congreso cargado ya de elevada temperatura emocional.

Los escritores antifascistas veían en Renn la encarnación perfecta del poeta soldado representado también por Lord Byron o por Cervantes, el escritor capaz de consignar sus vivencias en un volumen como Guerra, sobre lo vivido en la I Guerra Mundial, y al mismo tiempo empuñar las armas, en su caso como jefe de Estado Mayor de la XI Brigada Internacional desplegada en nuestra contienda (y luego contarlo, a su vez, en el libro La Guerra Civil española). De hecho, Renn había dejado -literalmente- a su unidad combatiendo a las afueras de Brunete para asistir al congreso.

En un episodio bastante cómico que las circunstancias pintaron de dramatismo, el aristócrata, militar de carrera, ortodoxo comunista, hombre culto y homosexual que era Renn se disponía a leer un discurso "lleno de brío", según precisa él mismo, cuando le dijeron que tenía que dirigirse a la asamblea en español, para lo que le deslizaron su texto traducido. La letra era tan indescifrable que el brigadista se trabó en un par de ocasiones antes de advertir que seguiría su alocución en alemán.

"Nosotros, escritores que luchamos en el frente, hemos dejado la pluma porque no queremos escribir historias, sino hacer historia. ¿Quién de los que se hallan en esta sala desea tomar mi pluma y ser el hermano de mis pensamientos durante el tiempo que empuñe un fusil? -arengó Renn-. [Esta guerra] hay que ganarla. ¡Por eso les pido que luchen por sus ideas! ¡Que luchen con la pluma y con la palabra, como le corresponda a cada quien! ¡Pero luchen!".

Además del imperativo de ganar la guerra para reencauzar el destino de Europa, el congreso manejó propuestas concretas de ayudar a la República y condenó sin ambages la política de no-intervención practicada por las democracias burguesas occidentales.

Muy lejos estaba "de las torres de marfil y de las musarañas poéticas", señala Aznar, aquel centenar de escritores entre los que aquí sólo cabe enumerar a los muy renombrados Miguel Hernández, Antonio Machado, Sender y Bergamín; Neruda, Carpentier, Paz o Vallejo entre los venidos de América; los alemanes Heinrich Mann, Brecht, Renn y Anna Seghers; y los franceses Aragon, Tzara y Malraux, que un año después comenzaría a rodar en Cataluña Sierra de Teruel con Max Aub como ayudante de dirección. El guión de esta película estaba basado en la novela del propio Malraux La esperanza, uno de cuyos personajes, Manuel García, se inspira en un misterioso personaje que también asistió al congreso del 37: el compositor, militar, espía y escritor Gustavo Durán, una suerte de Renn a la española que, como éste, combatió con la XI Brigada Internacional al tiempo que empuñaba la palabra como arma contra el fascismo.

Dos fotografias demuestran que Manuel Altolagurre, Luis Cernuda y Juan Gil-Albert estuvieron en Alicante

                               Manuel Altolaguirre, Juan Gil-Albert, Luis Cernuda (Explanada Alicante 1937)
                                Manuel Altolaguirre, Antonio Sánchez Barbudo y su mujer, Juan Gil-Albert y Luis Cernuda

¿A qué venieron estos tres grandes poeta del 27 y del 36 a Alicante? Esta es una investigación pendiente.

lunes, 15 de abril de 2019

Los nuevos fascismos y sus cómplices, por José Carlos Rovira

Los nuevos fascismos y sus cómplices

16.04.2019 | 00:02 /Información

 
Los nuevos fascismos y sus cómplices
He releído estos días, en medio del homenaje que dedicábamos a Juan Gil-Albert a los XXV años de su muerte, Candente horror, aquella obra que escribió entre 1934 y 1935, donde un joven de treinta años transformaba su orientación estética para darnos cuenta, en la historia contemporánea, de las «penumbras que nos aplastan la cabeza», de la realidad terrible de aquellos años. Fue un tiempo poético transitorio que duró desde el año en que la obra se publicó, [febrero] 1936, al final de la guerra civil y la derrota republicana que convirtió su vida en la de un exiliado en México en 1939 y en un «exiliado interior» a partir de 1947, pero con esa obra temprana Gil-Albert se situó entre los escritores que anunciaron con bastante antelación el horror del fascismo y el nazismo, establecidos en Italia y Alemania, horror que desde luego no iba a tardar en asolar toda Europa.

Hago estos ejercicios de recuerdo literario cuando otra vez, en la historia europea, aparece la palabra fascismo para calificar movimientos, partidos, gobiernos incluso que han surgido en los últimos años. Ninguno de ellos se autocalificaría así, pero no hay duda que lo que se está intentando explicar es por qué tienen una base social amplia partidos en los que el nacionalismo y la xenofobia se están convirtiendo en exponentes y referentes de una Europa que podemos identificar en crisis y desconcierto máximo: en Italia y Austria entraron ya en el gobierno, en Hungría lo controlan, en Francia han estado a las puertas? en varios países hay amplitud de movimientos sociales que confluyen en nacionalismos xenófobos y autoritarios. De España, ahora mismo hablaremos.

¿Es todo esto fascismo? Se ha explicado suficientemente que la aparición de estos movimientos, quitando excesos escuadristas como los de Amanecer Dorado en Grecia, no iba a tener la apariencia de los fascismos de los años veinte: ni correajes, ni formaciones paramilitares, ni uniformes (al menos de momento), sino mensajes políticos antidemocráticos más o menos disimulados que pudieran enlazar con ese subconsciente popular que vive en el debilitamiento del Estado social (sanidad, educación, asistencia social, derechos laborales, libertades, etcétera) una crisis que se debe imputar sobre todo a los que han gobernado hasta junio del año pasado en España y hasta mayo de 2015 en el País Valenciano, que no sólo debilitaron el Estado social con sus recortes, sino que extendieron la corrupción.

En España, un partido como Vox se ha hecho el ejemplo inesperado de un nuevo fascismo y tiene presencia parlamentaria en Andalucía, y la va a tener, si los votantes no lo impiden, en las próximas elecciones. Entre sus tareas principales está acrecentar la crispación mediante objetivos que plantean la anulación de leyes (insuficientes aún, pero imprescindibles) por las que se luchó y se acabó consensuando: la ley de violencia de género, la de memoria histórica, la de interrupción voluntaria del embarazo, junto al desmantelamiento de las pensiones y de los restos del Estado social, el rechazo de la acogida de emigrantes, son algunas de las exigencias de esta formación que parece tener en las pistolas y la legalización de la posesión libre de armas el sustento de la convivencia.

A este proceso, se une la derechización competitiva de las otras dos formaciones que contienden electoralmente con ésta, el Partido Popular y Ciudadanos, aunque como han declarado muchos de sus dirigentes se apoyarán sin duda en ellos para conseguir gobernar, como han hecho en Andalucía. En la Europa también amenazada, algunas derechas más civilizadas plantearon un cordón de seguridad frente al crecimiento fascista, y nunca una alianza. Aquí, las tres formaciones de la derecha buscan el acuerdo para gobernar tras el 28 de abril, sin importarle los riesgos en los que el país se precipite.

Que son muchos. El de Cataluña quizá sea el más urgente y las soluciones empleadas hasta ahora por los anteriores gobiernos de la derecha no han hecho otra cosa que incrementar el porcentaje de independentistas, por lo que la amenaza de suspender la autonomía y recentralizar el Estado no será más que un nuevo semillero de independentismo y un acrecentamiento del conflicto. Creo que la negociación es la única salida para reenfocar este problema y estoy de acuerdo que, a pesar de las graves dificultades e irresponsabilidades que plantea una parte del independentismo, animada por la autoritaria cerrazón del peor nacionalismo español, hay que seguir intentándola con la idea central de recuperar la convivencia.

Los problemas más graves vendrán si no hay una respuesta social contundente ante horrores que vemos todos los días y por la supresión de las actuaciones que se han puesto en marcha para atenuarlos: el partido que reclama la suspensión de la ley de violencia de género debería ser acusado de cómplice de los asesinatos de mujeres que siguen jalonando nuestra vida cotidiana; la suspensión de la Ley de Memoria Histórica (a la que empiezan a apuntarse las otras dos formaciones aunque el Partido Popular ya la suspendió de hecho en su gobierno al negar toda financiación) significa por ejemplo no cerrar con su recuperación la ignominiosa dispersión en nuestra geografía española de miles de cadáveres asesinados por el franquismo.

Los problemas de las migraciones masivas en el Mediterráneo, rechazadas por las derechas, y con tímidas respuestas de algunas izquierdas, sólo pueden solucionarse con solidaridad y una política europea de acogida y actuación frente a los problemas que las están generando. Quizá esos cadáveres que se hunden diariamente en el Mediterráneo sean el signo más claro del candente horror que estamos viviendo.
Para concluir estas breves notas sobre el peligro que significan los nuevos fascismos y las complicidades de la derecha española con los mismos, sólo me cabe recordar la importancia del voto el 28 de abril, dirigiéndolo a una izquierda transformadora que quiera detener peligrosas aventuras políticas para restablecer la posibilidad de un futuro solidario.

CRÓNICA GENERAL, UNA EVOCACIÓN A UN MUNDO QUE SE FUE

                                                   (Cónica General de Juan Gil-Albert)



POR PEDRO GARCÍA CUETO

    Comienzo mi estudio refiriéndome a la obra en prosa más afamada del autor: la Crónica General. ¿En qué consiste esta obra?, lo que Gil-Albert pretende es enseñarnos cómo fue su vida desde el principio, pero va a ser un memorialista muy singular.
   No va a contar su vida como estamos habituados a leer, sino que va a entremezclar acontecimientos vividos con detalles de personajes históricos, con descripciones de lugares de su infancia, etc.
    La lectura de la Crónica resultará sorprendente y muy interesante para conocer el autor alicantino.
   Destaco las acertadas palabras de Javier Carro en su estudio “Claves modernistas en la Crónica General  cuando dice: “La Crónica General deslumbra y fascina a un público lector que por aquellos días está sumergido en la lectura de una narrativa española marcada por el signo de la experimentación y por el aroma embriagador, todavía vivo del boom hispanoamericano” (Javier Carro, 1996: 33-34).
   Estas palabras de Javier Carro se entienden en  el marco en el que nació la Crónica General, en la editorial Seix Barral en 1974 y en Barcelona. En ese momento la literatura  española sigue asombrada  por las  novelas de  García  Márquez,   Mario  Vargas  Llosa  y Bryce Echenique, entre otros; no olvidemos  que la  literatura  española vive tiempos de experimentación: no hay que ignorar la complejidad de Juan Benet y su Volverás a Región en 1968, y tampoco las dos novelas de Juan Goytisolo Señas de identidad (1966) y Reivindicación del conde Don Julián (1970). Nos hallamos ante un período que no  ofrece  unas  memorias  del  tipo  de  Crónica General, pero, realmente,
ocurre a la inversa: el público agradece la voluntad del autor alicantino en contarnos su vida de ese modo, frente a tantos ensayos novelísticos que, por su complejidad, se distancian de los lectores.
   Javier Carro afirma en el citado artículo: “La Crónica General es un libro de recuerdos que rebasa lo estrictamente personal, borra lindes, confunde géneros, pero ante todo, es una obra transida de emoción creadora. Un gigantesco artificio estético” (Javier Carro, 1996: 48).
   El comienzo del libro ya nos llama la atención, porque no comienza contando su vida, la fecha de su nacimiento o detalles de su niñez, sino que nos habla de Isadora Duncan.
No es casual que mencione la importancia de la bailarina, no olvidemos que el escritor va a insistir en el arte en todas sus formas, considerando el baile en su belleza. 
   Al reflexionar sobre este inicio, podemos deducir que el afán del escritor es propagar su cultura. La afinidad ya es manifiesta, Gil-Albert mencionando en su Crónica General el mundo de la danza. Si queda alguna duda sobre esta reflexión, recojo la opinión del autor sobre la bailarina en la Crónica General: “Pocas criaturas habrán vivido más al margen de la ley conservando,  sin  embargo,  una  especie  de  antigua  inocencia, la anterior al pecado. Sufrió, pero su capacidad de entusiasmo conjuraba el peligro de la tristeza” (Juan Gil-Albert, 1995: 15).
   Gil-Albert ya la sitúa en un lugar insólito, conservando esa mujer singular la inocencia, extraño en un mundo que ha perdido ya tal candor. Isadora se rebela al mundo que le rodea y reivindica esa época de “inocencia”.
   Javier Carro lo explica claramente: “La bailarina encarnaba al artista moderno-inconformista y amoral a los ojos de la pacata sociedad burguesa- una vida consagrada al arte  y  en  la  que  ella  ejercía  de  sacerdotisa  de  la Belleza. Gil-Albert  escoge  a la Duncan  porque  encuentra  en  ella una parecida visión estética  y un ideal  aristocrático de la vida. Para los dos, el Arte es el centro de sus vidas y, sobre todo, les une una misma pasión por Grecia” (Juan Gil-Albert, 1995: 50).
   Si nos adentramos en el libro veremos que dedica seguidamente un apartado a sus maestros, concretamente a Gabriel Miró, Don Ramón del Valle-Inclán y Azorín.
   Me detengo en algunas pinceladas dedicadas a cada uno de ellos, sobre Miró nos cuenta que le conoció (como novelista) a través de un compañero de Universidad.
   Se desnuda ante la presencia bella de la estética mironiana en estas palabras: “Y eso es lo que encontré en Miró, el inesperado prodigio de alguien que había oído, que había quedado preso de esa extrañeza de escuchar, de escuchar en silencio que las cosas visibles, del mundo callado contienen; que lo había escuchado y quería apoderarse de ello, de lo que oía o de lo que, en su ahínco, necesitaba oír. Toda la obra de Miró es el relato de ese peregrinaje suyo, de solitario, a través del paisaje, intensamente expresivo, del silencio; y ese afán, gozoso a través de la tortura, de prestarle palabra humana, pidiéndole, en cambio, a la tierra, más que inmortalidad, descanso. Esto, esto sólo, ese propósito, es lo que hace de Miró un escritor importante y como providencial; lo otro es lo novelístico, lo regionalista, lo intimista, lo familiar, virtudes menores...”  (Juan Gil-Albert, 1995: 22-23).
   Miró, para Gil-Albert, es un hombre que llena de palabras el silencio de un paisaje hermoso y deslumbrante. La prosa del escritor alicantino es la de un artista que contempla la de otro escritor, también alicantino, dando su visión apasionada de un hombre de gran influencia en su literatura.
   Las preferencias de Gil-Albert  por ese tiempo que ha desaparecido y que reivindica en todas sus obras está inmortalizado en la casa de Miró: “Evoco la casa de Miró como la de un tiempo desaparecido y que ya no está en ninguna parte. Una calma, un silencio, un bienestar…” (Juan Gil-Albert, 1995: 23).
   La descripción de Miró también es deslumbrante, parece la de un artista que va a pintar a su modelo, está llena de belleza y de profundidad: “Miró tenía el rostro natural de su prosa, es decir, de su alma. La expresión de su rostro retenía la atención por su nobleza, rostro de rasgos, como él hubiera dicho, cincelados…” (Juan Gil-Albert, 1995: 23).
   La referencia a la pintura, al describir su atuendo, ya nos dice mucho de la preferencia de Gil-Albert sobre lo pictórico, sostiene de Miró: “En su atuendo no había nada que resaltar; se le evoca de oscuro, sin toque de color, destacándose tan sólo del conjunto, como en algunos retratos del Greco, el rostro y la mano, de equivalente calidad…” (Juan Gil-Albert, 1995: 24).
    Nuestro escritor ahonda en el alma de su modelo, buscando lo profundo tras la forma, buceando en los contornos para llegar al espíritu del retratado. Como manifiesta Javier Carro: “Gil-Albert descubre la mirada profunda del novelista alicantino sobre las cosas, una mirada embebida de una delicada tristeza jubilosa, su capacidad de plasmar en imágenes las sensaciones y su ansia de perfección formal. Pero, sobre todo, descubre el simbolismo intenso de la palabra” (Javier Carro, 1996: 51).
   Una manera muy clara de entender que Miró está dando a través de las palabras un mundo al paisaje, a través de mundos artísticos tales como la pintura, hay un deseo de fusión en el artista de lo literario con lo pictórico. Así lo menciona Baquero Goyanes  cuando el crítico insiste acerca de la capacidad de Miró para ir más allá de lo literario:
<<“Miró trasciende los géneros literarios, los supera y deja a una lado por excesivamente rígidos, pero, al mismo tiempo, se produce una compenetración con las demás artes, ya que el fragmentarismo perceptible en la novelística de Miró son ni más ni  menos  que  un  acercamiento  a  las  técnicas  pictóricas  como  la  del retablo que se atomiza en una serie de “tablas”>> (Baquero Goyanes, 1970: 129-30).
   Miró se enfrenta al arte de mirar y pintar con palabras el mundo, no es casualidad que Gil-Albert le cite entre sus maestros, porque en el poeta alicantino se aprecia ese mismo deseo de  trascendencia de géneros literarios, de la que hablaba Baquero Goyanes.
   Es muy interesante lo que afirma sobre Azorín y llama la atención el poco interés en conocer al escritor, pero sí en adaptar el “estilo” de Azorín al suyo: “Nunca vi a Azorín ni tuve deseos de conocerlo; no sé por qué. Ni su semblante ni su vida misma me decían nada y no me movieron a intentarlo” (Juan Gil-Albert, 1995: 33).
   Pasa a contar la anécdota de la asistencia del novelista para presentar su obra Brandy, mucho brandy, tampoco estuvo Gil-Albert entre los asistentes al acto. Lo más interesante es lo que revela al final de esta pequeña impresión sobre Azorín: “Nací bajo un signo geográfico y, fatalmente, Miró y Azorín habían de ser las estrellas mayores que me parpadearon en la noche incrustadas en el mismo cielo. La tierra, y su color, eran también la misma”  (Juan Gil-Albert, 1995: 33).
    Hay un sino en Gil-Albert que le lleva a   admirar a los dos  novelistas de su tierra. En   ambos está el paisaje, su olor, sus calles, el campo, la  misma alegría y la misma tristeza. Para un hombre arraigado a su tierra parece natural esa admiración, ambos novelistas hacen de la forma su estilo (largas y minuciosas descripciones, retratos extensos) su sello particular. Gil-Albert también. He ahí la deuda con sus maestros. De hecho, ya casi nonagenario Azorín, le mandará Gil-Albert su libro La Trama Inextricable, lo que demuestra su admiración por el escritor.
   Acerca de Valle-Inclán merece la pena destacar la agudeza con la que le describe demostrando que sabe profundizar  en sus  semejantes, indagar  en  su interioridad. Dice
así: “Vi a Valle-Inclán en varias ocasiones, como dije, yendo o viniendo de la Granja  El  Henar. Era extremadamente delgado, no alto, su cuerpo parecía  poseer la fragilidad del marfil, del que rostro y manos, o la que le quedaba eran las partes visibles” (Juan Gil-Albert, 1995: 28).
    Gil-Albert traza una pincelada sobre el escritor gallego, pero también le compara con un hombre en decadencia, sin olvidar a su maestro Miró: “Si Miró tenía el aire de un lugareño prestigioso, Valle-Inclán parecía, dicho a su modo, el último brote de una familia feudal obligado a pedir limosna” (Juan Gil-Albert, 1995: 28-29).
   Lo más interesante de este apartado dedicado a Valle-Inclán va a ser el reencuentro en Buenos Aires, en su exilio, con la hija del escritor: Mariquiña del Valle-Inclán. Así nos lo relata: “Quién habría de decirme que, corriendo el tiempo, y a muchas leguas de distancia, habría yo de ligar íntimo trato con un retoño de la familia. Era en Buenos Aires y, entre los emigrados, conocí a una aparente niña que no lo era tanto: Mariquiña del Valle-Inclán” (Juan Gil-Albert, 1995: 29).
   Nos cuenta cómo su marido, editor, va a posibilitar la edición de los poemas escritos en México, concretamente Las Ilusiones, gran libro de poemas del que hablaré más adelante.
   Llama la atención la delicadeza que pone Gil-Albert en el estilo, fruto de su estética, cuando afirma que el hecho de llamar al insigne escritor Valle le parecía un horror, ya que en los detalles encuentra el escritor alicantino su maestría. Sostiene en el libro: “Está todo tan lejos como los aconteceres históricos: la granja El Henar, Don Ramón María del Valle-Inclán (algunos jóvenes progresistas han llegado a llamarle Valle: ¡Qué horror! Somos el que hemos querido ser, el que cada cual se ha hecho, no el que las modas quieren que seamos” (Juan Gil-Albert, 1995: 30).
     Todo ello nos conduce al pasado, a la nostalgia, al deseo de recuperar los momentos
vividos gracias a la sutileza de la pluma de Gil-Albert.
      El libro va a discurrir entre  relatos a personajes aristocráticos, menciones al general Primo de Rivera, en los años 20 y en un lugar como El Principal, donde se representaba un concierto. Merece la pena destacar las palabras de Gil-Albert sobre la personalidad del dictador y acerca de su política: “La dictadura del general Primo de Rivera suponía, para muchos, el final de nuestros males, la toma en mano por la autoridad del cetro del orden abandonado, en el lenguaje oficial del momento, por la demagogia parlamentaria, en la vía pública; en una palabra, era oponer un enérgico ¡Basta! a la ola creciente de anarquía que amenazaba con destruir el país” (Juan Gil-Albert, 1995: 69).
       Vemos la opinión del escritor como miembro de  una clase que aspira al orden, huyendo de la masa y sus desmanes, le imaginamos como hombre cabal y reflexivo, pese a su juventud en aquellos momentos (había nacido en Alcoy (Alicante) el 1 de abril de 1904).
         Defiende el carácter del dictador desde una postura objetiva, poniendo su mirada en lo que el pueblo había oído de él: “Se le tenía por campechano y de fácil abordaje, características, insisto, que no suelen ser los atributos que adornan la  fisonomía humana del dictador” (Juan Gil-Albert, 1995: 70).
        Citando a Javier Carro en su estudio “Claves modernistas en la Crónica General”, Gil-Albert posee gran facilidad para retratar ambientes aristocráticos en el libro, veladas, actos sociales, todo ello con ese afán que tuvieron los modernistas de huir del ámbito cotidiano, buscando el ambiente más fastuoso (Prosas profanas en Rubén Darío, las Sonatas en Valle-Inclán).
         Gil-Albert sigue ese camino, lo que lleva a Javier Carro a afirmar lo siguiente: “A Juan Gil-Albert, como a los modernistas, le interesa el Arte como ansia de expresión formal. La artisticidad del texto depura y estiliza la realidad reclamando un lector activo que descodifique las connotaciones estéticas” (Javier Carro, 1996: 54).
          Es cierto, abundan dichas connotaciones, me detengo sobre todo en las que me resultan más significativas, aquellas en las que describe su época en Valencia, cuando su familia tuvo que trasladarse de Alicante a aquella ciudad.
           Merece la pena detenerse en la descripción que hace en la Crónica de la calle de la Paz: “La calle de la Paz supone el paso al s. XX. La vieja Valencia se quedó, sobreviviendo, en la penumbra, como ocurría, entonces, con los abuelos, pasaban a un segundo término familiar, sólo que sin desaparecer…” (p.117). Lo más interesante es la descripción que refleja su estética literaria, evocando su niñez: “Cuando yo, con mi marinera de niño, azul y de pañete en invierno, blanca y de hilo en verano, pude ver la calle de la Paz, ésta contenía, ya en lo fundamental, todo lo que le dado carácter. Sus casas, aún todas en pie, lejos de ser uniformes, muestran una gran variedad de fachadas, con pilastras, frisos, columnitas, miradores espaciosos, y algunos mínimos en los entresuelos, todas ellas bien construidas, de piedra, se les  puede  contemplar con detalle pasándose de una acera a la otra” (Juan Gil-Albert, 1995: 118).
     Gil-Albert describe con detenimiento, como su maestro Miró. Es interesante detenerse en la prosa de este autor para que podamos comparar el arte descriptivo de ambos. Dice así Miró en un fragmento de El obispo leproso  lo siguiente: “Calle del Olmo, calle de la Corredera, plazuela de Gosálvez…Todo lleno, todo enramado. Sensación de los campos dentro de la ciudad vieja. Y desde el día siguiente hasta el otoño, Oleza se quedaría callada, quietecita; toda la  ciudad en vacaciones, toda cerrada,  respetando el sosiego de los señores de “Jesús”. ¡Qué deleitoso verano en esta sede dormida al amor de las alamedas del Segral, fresca y olorosa de naranjos y cidros, como la antigua Jaffa!” (Gabriel Miró, 1999: 306).
    Se refiere, al nombrar a Jaffa, a la antigua ciudad de Israel, que forma un arrabal meridional de Tel  Aviv, haciendo un promontorio, rodeado de naranjas y vergeles.
       Vemos el estilo y la estética de Miró y hemos descubierto la de Gil-Albert, ambos coinciden en pintar con palabras, en detenerse en los detalles, para realzar la forma como principal esencia del contenido.
        Javier Carro insiste en el deseo del escritor de hacer prosa exquisita en la Crónica,  la cual destila la savia del escritor por todos los rincones. No es algo ocasional de esta obra, como veremos en todos sus libros, la prosa está elaborada, tamizada por el autor para llegar a los sentidos, pues su esteticismo así lo requiere.
        Afirma con muy buen tino Javier Carro: “En la prosa de Crónica General hay un anhelo de expresar de una forma rotunda todos los matices de la impresión por lo que el vocabulario está seleccionado en función de la emoción íntima de plasmar y recrear un mundo bello para perpetuarlo en la memoria, en el recuerdo” (Javier Carro, 1996: 54).
        Me gustaría volver a otras páginas de la prosa de la Crónica que demuestran que no hay una intención de hacer unas memorias al estilo tradicional, no existe una  biografía cronológica, sino impresiones, superposiciones de diversos temas (arte, literatura, política). Aún así, es un libro que nos sirve para conocer al autor, porque va dejando su sello de hombre enamorado de la belleza de la vida.
          Es interesante resaltar su opinión sobre el lujo, no como sinónimo de riqueza, sino como posición ética ante la vida. Conocemos así  la visión  del  escritor ante el ocio y la vida contemplativa que él afirma como “modus vivendi”: “ El lujo tiene como soporte la riqueza, pero sólo como soporte; si la riqueza sube a la superficie y muestra su cara, se adultera el lujo, se barbariza y comienza el reinado de lo burgués, del dinero por el dinero. Eso es lo que la revolución burguesa no ha conseguido transmutar, el sentido del lujo: la aristocracia le dio un valor representativo que estaba lleno de dignidad y, no lo olvidemos, de obligaciones: era una norma” (Juan Gil-Albert, 1995: 87).
               El lujo equivale a ser libre, no someterse a una vida marcada por los horarios, por el trabajo, pero también tiene que ver con la dignidad de un grupo social que sabía vivir como si no le importase el dinero, pese a tenerlo.
             La diferencia entre lujo y dinero queda muy clara en el comentario siguiente: “El lujo es especulativo en un sentido intelectual, el dinero lo es también, pero en un sentido bursátil” (Juan Gil-Albert, 1995: 88).
             El lujo equivale a vivir sin prisas, dotando de delicadeza a los actos que cada día se llevan a cabo, es extremadamente refinado, por tanto,  no es atributo de muchos adinerados. El interés del escritor por las fiestas aristocráticas, por las ropas de la gente de clase alta que iban a la opereta para lucir sus galas aparece repetidamente en el libro.
              Me detengo en la  estupenda  reflexión  sobre  la  música, concretamente  sobre el vals: “En ese sentido yo pertenezco al vals; al vals tardío. Venía su onda del fondo del siglo XIX, con su categoría de orquestal como en Weber, y doblando la esquina del 1900, tras haber extasiado con Strauss, a través de los altos espejos empañados, a tantas parejas en circunvolución, iba a dar como género escénico, la opereta- “paraíso de todas las formas le llama, inesperadamente, el sombrío Nietzsche-, que hace las veces de esta última botella de champán descorchada, con despreocupación torrencial, en las postrimerías de un mundo” (Juan Gil-Albert, 1995:140).
         En las páginas citadas, Gil-Albert aprovecha para hacer erudición, y también para plasmar su estilo literario, para demostrarnos que ama un mundo que ha desaparecido y, por ende, su espíritu se vuelve así decadente. Hará una muy interesante mención de las operetas, del champán (le llama el vino más espiritoso) y de los uniformes y vestidos de las damas, todo ello para evocar un tiempo ido que nos va a recordar muy bien “El gatopardo” de Lampedusa, influencia literaria que va a serlo también en su imagen cinematográfica de la mano de su admirado Luchino Visconti.
           Acercándose al mundo de la pintura que tanto le interesa, el escritor alicantino nos revela en la Crónica su vinculación al arte pictórico, su convivencia a lo largo de años con pintores, su clara preferencia por la visión plástica del mundo: “He tenido el ojo ducho para la pintura; son instintos natos. Mis amigos pintores lo han reconocido así; junto a ellos aprendí, indudablemente, a ver, pero como ocurre en estas cosas el arte está en uno, y nadie hubiera podido prender la llama donde no existe el material inflamable” (p.131). Cuenta después su amistad con Pedro de Valencia y Genaro Lahuerta, dos pintores que conoció en su juventud en la tierra valenciana. Cita a uno de sus mejores amigos, ya para el resto de su vida: Ramón Gaya. Ambos compartieron la experiencia del exilio en Méjico, la estancia en el campo de concentración de Saint-Ciprien, etc.       
          Nos explica el escritor alicantino sus vivencias con los pintores: “Llegado a Méjico, tomé casa, conjuntamente, con Gaya y dos pintores más, el valenciano Enrique Climent y Mariano Orgaz, pintor y arquitecto ¿A qué podría deberse esa permanencia en mi intimidad de los hombres del color y la forma, ocupando, junto a mí, el puesto que parecía haber debido corresponder a los cultivadores de la palabra y el pensamiento?” (Juan Gil-Albert, 1995: 131).
        Podemos responder a la pregunta que formula Gil-Albert diciendo que la pintura es un arte que expresa una visión estética de la vida, afín a la que ha dominado la prosa y la poesía de nuestro escritor. La belleza como prioridad, lo que le lleva al arte que mejor perpetúa la misma (ni el cine, ni el teatro, ni la escritura pueden llegar a esa expresión fiel de la belleza que refleja la pintura). No hay que olvidar que la música, por su carácter misterioso e intangible, adecuado sólo para los sentidos, se convirtió en otra de sus preferencias.
         Es interesante  recordar el artículo de Carmen Martín Gaite dedicado a Gil-Albert y su Crónica General : “Me parece una excelente oportunidad, aunque cualquiera sería buena, para recomendar con todo fervor la lectura de su Crónica General, libro fecundo e inteligente como pocos e importante tónico para cualquier enfermedad del alma”. Dice algo más significativo acerca del carácter autobiográfico del libro y que me parece digno de mención: “¿Es Crónica General un libro de memorias? Yo más bien diría que es un discurso sobre el tiempo y la memoria. Los materiales que el autor echa mano son indistintamente recuerdos personales, referencias literarias, sucesos y espectáculos, acontecimientos históricos, viajes. Pero todo está igualmente vivo en la trama narrativa, todo viene “a cuento”, a su cuento, jamás resulta inerte, pedante ni ocioso…” (Carmen Martín Gaite, 1977: 53).
        La escritora española ha captado el sentido del libro, donde lo importante no es referirse a una vida detallada, sino elegir todo lo que al escritor le ha interesado de ella, todo lo que admira de su experiencia en el mundo. Para Martín Gaite “la verdadera maestría reside en el minucioso y esmerado engarce de este material” (p.53). Es cierto, porque el libro va revelando su calidad de mosaico, donde los hechos no tienen mayor relevancia unos de otros, todos van brillando al unísono en su singularidad.
     Narra el escritor alicantino su experiencia del exilio, recordando sin especial dureza lo que tuvo que vivir: “Recuerdo que un día, paseándonos deprisa entre el fuerte viento que nos acariciaba y se nos llevaba a manotazos la voz, sucios y arrebujados en nuestras absurdas vestimentas, entre el mar acerado y las alambradas confusas, Arturo ya me declaró: “Siempre seremos ya unos parias” (Juan Gil-Albert, 1995: 282).
       Es en ese entorno cruel donde el escritor recrea ese ambiente de miedo y temor que supuso la salida de España y la sombra terrible del exilio, acompañado de Rafael Dieste, Antonio Sánchez Barbudo, Arturo Serrano Plaja y Ramón Gaya.
       Nos relata también el momento en que serán liberados del campo de concentración de Saint-Ciprien y llevados a Perpiñán, para iniciar poco después el exilio: “una mañana, sobre el rumor del oleaje, y del gentío, nos pareció que, por el altavoz, daban nuestros nombres; nos juntamos los cinco y fuimos al puesto de entrada en donde le confirmamos quienes éramos a alguien llegado de París en busca nuestra, y que anunció
para dentro de pocos días la salida del campo, como así ocurrió. Fue una gestión de la
“Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura” (Juan Gil-Albert, 1995: 282).
         Ramón Gaya será reclamado por el pintor inglés Cristóbal Hall. El pintor murciano se reunirá más tarde en Méjico con sus amigos españoles.
         Su afición por las lilas nos va a conmover al leer el libro, lo cuenta con gran delicadeza y nos sirve para entender la presencia de las lilas en su poesía: “Su abundancia, como dije, me invitaba a saquear, con un cierto frenesí, aquellos arbustos bienaventurados que, por su copiosidad, podían permitirse sonreír ante mis desacatos, luego, cargado de ramas balanceantes que despedían a mi paso borbotones de olor, iba dejándolas en vasos que  repartían  su  presencia en la sala, en el comedor, en el dormitorio…” (Juan Gil-Albert, 1995: 285).
           Las lilas fascinaron a Gil-Albert en su estancia en la Merigotte, fueron mucho más que un ornamento durante su vida en la casa de campo que tenían los anfitriones de los intelectuales españoles antes del exilio a Méjico (Merigotte se halla a las afueras de Poitiers, en un hermoso paisaje).
           Hemos podido percibir la sensibilidad del escritor ante la naturaleza, cómo Gil-Albert siente una gran emoción ante las lilas y las muestra por doquier, causando la admiración y la extrañeza de sus amigos Sánchez-Barbudo y Arturo Serrano Plaja.
            Contrarresta la actitud de Sánchez Barbudo “absorbido y tragándose uno a uno los pequeños volúmenes extraídos de la biblioteca y apilados junto a sus pies, en el suelo, temeroso de que se le escaparan” (p. 284). Son dos posiciones ante la vida, pero ambas apasionadas, los dos escritores viviendo sus aficciones con vehemencia.
           Gil-Albert se queda prendado del paisaje, seducido ante su belleza, no pudiendo evitar adornar de lilas todo lo que encontraba, como si fuese un símbolo regenerador dotándole de una alegría vital en tiempos de dolor.
          Queda puesto así de manifiesto que el escritor alicantino ha encontrado su edén en el paisaje natural, como si fuese una revelación de la naturaleza pagana del mundo en su eco clásico.
           Cito las palabras muy acertadas de Francisco Brines aparecidas en Escritos sobre poesía española, cuando afirma lo siguiente: “Es Gil-Albert un gozador del momento vivo, ese que denominamos presente, el tiempo en su concreción material, y es desde él como asciende al éxtasis vital, que no es otro que la fusión con la naturaleza, a la búsqueda de una eternidad anuladora y actuante” (Francisco Brines, 1995: 226).
            ¿Qué  quiere  decir  Brines  con  esta  última  expresión?, no  cabe  duda, que  se
refiere a la eterna condición humana, eternidad que se nos ofrece en todo su esplendor, actúa sobre nosotros para producirnos la emoción de lo bello y anuladora, porque constituye la negación de lo eterno, es decir, la constatación de nuestra mortalidad. Por lo tanto, una lucha semejante puede producir la reflexión que da lugar a una visión estética de la vida.
    Así lo ve Brines y así lo testimonia Gil-Albert con su pasión por las lilas, como un maravilloso regalo de la naturaleza, donde se cumple el tributo que nos lleva a la grandeza del mundo griego, donde los hombres ofrecían regalos de la naturaleza a los dioses por el privilegio de vivir.
     Brines, en el estudio antes citado, nos señala algo fundamental en la estética del escritor alicantino, idea en la que insistiré más adelante en otro apartado de este estudio: “Mas la intemporalidad se corresponde también, y nos situamos ahora en otra perspectiva, con la asunción de culturas remotas, cuyo origen primero y más vivificante es la helénica” (Francisco Brines, 1995: 226).
    Acierta plenamente en su afirmación, ya que aparece dicha cultura en sus obras más importantes, en numerosos estudios insiste en la importancia de un mundo pagano que  ha sido un importante sustrato cultural para el mundo actual.
    Evoco las palabras de Gil-Albert cuando vuelve del exilio y se encuentra de nuevo con su tierra natal, Alcoy: “Estaba sólo, en Játiva, en plena vega, y aquellas presencias se precipitaron sobre mí como un agua que se desborda. No es ya que fuera España, era mi terruño, mi región. La estación, los alrededores; las esbeltas palmeras emergiendo indolentes de la espesura baja, recamada, persa, del naranjal, como si murmuraran reconociéndome: Nada pasa, todo vive en perpetuidad, la luz, el verano, el perfume, el curso de los trenes, el aguijón de los recuerdos…” (Juan Gil-Albert, 1995: 245).
     ¿Qué nos sugiere esta evocación?, nos muestra, sin duda, el camino eterno de la naturaleza, esa pasión con la que el escritor mira el paisaje, se perpetúa en él. Hay, para el poeta alicantino, algo que no envejece, es la emoción, siempre niña, de un espectáculo que se repite, donde nos olvidamos de nuestra edad, de las desdichas de la vida. Llama la atención ese apego a la tierra y, lo que es más curioso, encontrar al hombre ocioso, contemplativo, en la tierra alcoyana. Recojo el artículo de Adrián Miró  cuando afirma: “Resulta difícil concebir a Juan Gil-Albert como alcoyano. Su aguda sensibilidad, su ahínco en la introspección, su incapacidad para la acción y ese vagar o divagar que “oye dormido el poso de la vida”, como expresaba en el Himno al Ocio, le convierten en el antípoda del tipo positivista y pragmático que es comúnmente el hombre alcoyano” (Adrián Miró, 1977: 55).
   Después cita a alcoyanos conocidos como Antonio Gisbert, Fernando Cabrera (ambos pintores), también al padre de Gabriel Miró, Juan Miró Molto, ingeniero destinado en el puerto de alicante, nació también en Alcoy.
   Pese a esa imagen que describe Miró sobre el alcoyano, el escritor pasó los primeros nueve años de su vida en Alcoy, hasta que sus padres trasladaron a Valencia el comercio familiar. Gil-Albert quedará marcado para siempre por esos nueve años, los veranos en la finca de El Salt, un viejo molino que sus padres transformaron en una casa de campo. Lo dice muy bien Adrián  Miró en el citado estudio cuando afirma que “estamos seguros de que el denso aroma telúrico de sus obras, esa identificación con la naturaleza y cierta complexión bucólica que es como una gracia espiritual le viene de los momentos vividos en El Salt, en medio de la aspereza de los montes alcoyanos y con la visión de las bravas lontananzas” (Adrián Miró, 1977: 57).
    De este modo, Miró identifica al escritor con ese paisaje del que nunca se ha marchado, porque es interior,  permanece anclado en su vida como una huella imborrable de la mejor etapa de su vida: la niñez.
    Es significativo indagar en otro capítulo interesante de la Crónica, me refiero a sus opiniones acerca del cine. Para Gil-Albert, un hombre clásico en sus concepciones del arte, influido por la pintura, el cine le va a producir un choque que no acaba de aceptar, por ser un claro espejo de la modernidad y de la técnica. Para él y queda constancia clara en sus opiniones, el mundo no es mejor gracias a la técnica, ya que no se ha avanzado realmente en el pensamiento, el pasado griego es testimonio mejor de la sabiduría que el mundo contemporáneo. Todo ello va a hacer que vea en el cine algo ficticio, una trampa que no posee, por ejemplo, el teatro.
    Para dejar constancia de ello, cito algunas páginas de sus comentarios al inicio del séptimo arte destacados en la Crónica: “Los de mi edad asistimos a  la  aparición  del  cine  como  espectáculo. Las  fotos,   paradas,   sin  salirse  de  su cuadratura,    adquirieron    movimiento,  y  la  gente nos  lanzamos  a  contemplar aquella novedad, como hace milenios, los hombres debieron de salir del quicio de sus viviendas para hacer las primeras ruedas que hacían posible el transporte de un material que había requerido hasta entonces rigor de músculo y extenuación de aliento” (Juan Gil-Albert, 1995: 209).
   El cine es, para el escritor, algo que impresiona, un verdadero invento. Hay una cierta fascinación por el nuevo arte, pero no nos engañemos, el escritor alicantino no muestra su pasión habitual, sino que lo hace sin implicarse, de forma objetiva. Veo en otro fragmento  del  libro  este  distanciamiento  al  que aludo, cuando compara el cine con el teatro, podemos apreciar la visión del hombre clásico que no cede ante el engaño de la cámara prefiriendo la verosimilitud de la escena teatral: “Las gentes de teatro viven en el mundo, se las ve táctilmente, pero las del cine son etéreas, impalpables, y tienen, como los dioses, el don de la ubicuidad…” (Juan Gil-Albert, 1995: 218).
   Pone el dedo en la llaga en esa sensación de trampa que contiene el cine, frente a la emoción de un actor en escena, sintiendo incluso sus nervios o su respiración. El actor de teatro se entrega a la realidad del instante, actúa frente al público, se va haciendo en cada personaje, frente al actor de cine, cuya espontaneidad no existe y todo es fruto de la repetición de escenas. El escritor afirma lo siguiente: “Claro que, reducidas a mis proporciones temporales, pueden decepcionar, como si no estuvieran allí de incógnito y adaptando, para no sobresalir, las mismas medidas de los mortales” (p. 218). Se refiere a esos dioses del cine que decepcionan, cuando nos encontramos con ellos en cualquier lugar del mundo.
   Nos preguntamos por qué habla de cine Gil-Albert, la respuesta se halla en su deseo de intervenir en todo arte, en reflexionar sobre todo lo que el mundo va a dejarnos y en esa importante visión estética que  le  lleva  a  fijarse  en todo lo que es visual y se va así desarrollando, para estar presente como espectador y crítico del siglo en el que ha nacido. Comenta las impresiones acerca de actores míticos, como Rodolfo Valentino o Greta Garbo, su predilección sobre ellos frente a otros se explica en su visión estética: la belleza que constituyen les hace acreedores de una aureola clásica. Refleja también su preferencia por el cine mudo, donde el actor tiene mucho que ver con la figura de un cuadro, desprovista de voz, expresa toda su actuación en los gestos. La raíz pictórica y su sentido plástico del mundo nunca le abandonan.
   Veamos  su  opinión  sobre  ellos: “Si  en  Valentino  imperaba  el canon de una figura
estatuaria que era la suya, la de la latinidad, Greta ofreció, al primer plano de la atención mundial, otro clima, otras revelaciones; era una hiperbórea, y su rostro nos trajo, envueltos como en una gasa en su claro color septentrional, los secretos de la brumosa alma nórdica” ( Juan Gil-Albert, 1995: 223).
   Contrapone el escritor dos estilos, uno que refleja la pasión latina frente a la frialdad nórdica, pero ambos son reflejo de una belleza comparable al de las esculturas griegas, algo sobresale en ellos, una fuerza que estás más allá de la apariencia y que les emparenta con lo mítico.
   Gil-Albert, sin darse cuenta, va ofreciendo razones para que pensemos que no odia tanto el cine, sino que encuentra en él cierta fascinación en sus estrellas. La muerte de Valentino en su juventud y esplendor y la retirada de Greta (apenas había cumplido treinta y cinco años) avivan esa categoría de mitos al que se refiere Gil-Albert. No va a ser tan considerado con otras estrellas del celuloide, cuando dice lo siguiente: “He visto llegar a la capital mejicana, de vacaciones, a algunos favoritos del momento, Paulette Godard o Cary Grant: resultan empequeñecidos, decepcionantes” (Juan Gil-Albert, 1995: 227).
   La alabanza de la escena teatral prueba que el escritor ama lo auténtico, lo que se produce ante nuestros ojos para motivarnos o fascinarnos. En esa presencia de la vida, donde no hay trampa ni postizos, el escritor se siente entonces entregado: “En cambio, franquear la línea prohibida del escenario, meternos en la inapetente materia ígnea en la que se producen las transformaciones teatrales, y llamar a la puerta de un camerino, para estrechar la mano, caliente y culpable aún, de Don Juan, de Otelo, de Hedda Gabler, o de la Señorita Julia de Strindberg, no sólo no decepciona sino que reafirma…” (Juan Gil-Albert, 1995: 227).
   El teatro se hace aquí vida, experiencia directa que nos conduce a la emoción de la literatura que hay detrás. Lo dice claramente en el libro con la sensación de comparar el olor a pino con el pino, ya que no desplaza al pino, sino que lo explica. El teatro explica la vida o la traduce en un latido que comunica la emoción del actor a la nuestra y produce así una experiencia incomparable. El cine, sin embargo, se nos escapa, nos llega diferido, manipulado por los cortes, el montaje posterior, las repeticiones, etc, nunca sabremos la verdad que hay detrás de los fotogramas.
   Me gustaría recoger aquí las certeras palabras de Beatriz de Moura, editora de algunos de sus libros, cuando hace una afirmación muy sensata sobre el proceder del autor ante lo artístico: “Juan Gil-Albert tiene ese don de extraer de cualquier experiencia personal, de cualquier anécdota ajena, de cualquier reflexión, aquello que más afecta al lector en aquel punto preciso en que éste deja de considerar la obra como ajena para hacerla suya. Esta operación sutil es, para mí, la sensibilidad, esa cualidad que hoy nos empeñamos en atrofiar” (Beatriz de Moura, 1977: 60).
   En la Crónica General todo es importante: el recuerdo de una calle, una visita o una reflexión sobre el cine. No nos hallamos ante una jerarquía de los acontecimientos, ya que cuando relata la experiencia del exilio no utiliza un lenguaje más elaborado o culto que el que utiliza ante el acontecimiento más trivial. Para el escritor alicantino, todo es relevante, porque pertenece a su memoria o a sus inquietudes.
   Me gustaría terminar este estudio del libro con su admiración por Francia y, concretamente, por París. Parece natural que un hombre tan arraigado a la cultura se maraville por París y por el país que ha dado gran protagonismo al pensamiento, frente a nuestra idiosincrasia, donde la cultura, en muchas ocasiones, ha sido refugio, lamentablemente, de minorías.
   Cito sus recuerdos de París, su fascinación por la ciudad: “Pero supo mostrarme bien París; sus calles, sus avenidas, sus barriadas” y, además, centra en París el foco de la cultura universal: “nombres centrales y vigías del historial europeo y que, por decirlo así, han acabado de pertenecer a todos por igual, al danés y al italiano, como si la vida de esta ciudad fuera el patrimonio común de todos los hombres” (Juan Gil-Albert, 1995: 238).
      No sólo París es centro de su atención, sino que Francia va a ser alabada por el escritor. En su Panegírico de Francia nos llama la atención que, en su elogio de París, cite una frase de Ortega y Gasset que dice: “La tradición de Francia es tenerlas todas; es decir, ha trabajado, sufrido, gozado y creado en todas sus direcciones” (p. 239). Se refiere, sin duda, a la necesidad de que un pueblo alcance su sabiduría y su grandeza a través del sufrimiento. Hay en la forma de afrontar la historia algo que engrandece al pueblo galo y que es visto por Ortega con gran lucidez, suscitando así la admiración de Gil-Albert  por todo lo francés.
   Para el escritor alicantino, Ortega es una figura importante, como veremos más adelante, pero cito aquí, por su gran interés para este apartado, lo siguiente: “Ortega y Gasset goza de un estilo, el suyo propio, que parece que le ha sido dado por añadidura, manu artifex. No puede pedirse en nuestro castellano un manejo más espléndido de su natural esplendidez idiomática” (Juan Gil-Albert, 2004: 317).
   Además, insiste en que la prosa de Ortega es parte de su propio deseo de reflexión, sin que la forma sea innecesaria o sobrante: “En la prosa de Ortega la ornamentación, por lo consustancial que es con su genio de escritor, no parece cosa de adorno, y no lo es. Forma  parte  de  su  manera  de  decir.  No   es  un   aditamento; es,  por  el contrario, la forma correspondiente a su sustancialidad” (Juan Gil-Albert, 2004: 320).
       Es curioso que, yéndonos a otro fragmento de la Crónica General, nos hallemos ante una alabanza de los andaluces y de su tierra, es muy posible que Andalucía ya estuviese presente antes de leer a Ortega y su estudio acerca de Andalucía, pero lo que es seguro es que el libro del pensador español contribuyó a afianzar dicha admiración.
        Es muy clara la pasión de Gil-Albert por Andalucía cuando dice en la Crónica General lo siguiente: “Pero mi debilidad se inclinaba al lado de los andaluces: No me había asomado aún a sus tierras, pero un prestigio de antigüedad y hasta una inexpresable seducción que emanaba de todo lo que se les atribuía, linaje casi legendario, arraigados hábitos raciales, ociosidad, refinada vida campera…” (Juan Gil-Albert, 1995: 61).
       Como podemos observar, Gil-Albert alaba su propia ética de vida: el ocio, la naturaleza, lo antiguo. ¿Cómo  no  iba  a  sentir pasión por la tierra andaluza tan llena de
 todo ello? Para el poeta, lo más importante es la combinación de contrarios, lo que hace a Andalucía acreedora de un alma extrema y, por tanto, llena de encanto y fuerza, lo dice muy bien en el libro: “Nos ofrecía aún comunicación ininterrumpida con un pasado humanísimo en el que lo natural impera todavía y que a ese imperio de lo natural se debe la supervivencia de lo trágico junto a lo lírico, de lo vegetativo junto a lo religioso” (Juan Gil-Albert, 1995: 61).
       Nos recuerda, desde luego, a la visión que Federico García Lorca va a tener de su tierra y que va ser expresión dolorosa de su arte. Me gustaría citar aquí, por la alusión a esa Andalucía trágica y lírica de la que habla Gil-Albert, el excelente trabajo de Pedro Salinas sobre literatura hispánica  donde cita lo siguiente acerca de García Lorca: “Pero Lorca, aunque expresa su originalidad y acento personal evidentes, el sentir de la muerte no ha tenido que buscarlo. Se lo encuentra en torno suyo, en el aire natal donde alienta, en los cantares de los servidores de casa…se lo encuentra en todo lo que su persona individual tiene de pueblo, de herencia secular” (Pedro Salinas, 1961: 395).
     Podemos apreciar que el aspecto trágico que menciona Salinas lo lleva el pueblo en su alma, en su cotidianeidad, en lo ancestral de su dolor. Queda así constancia de la importancia de una tierra que es tan singular como su dolor transformado en arte.
      Gil-Albert, sin embargo, no va a regalar la delicadeza de su prosa a un mundo que no le interesa: el mundo activo, trabajador, realista. Me refiero a la opinión escueta que vierte hacia los catalanes. Emplea el término “consideración” para los mismos, pero no derrocha su prosa elaborada para hablar sobre ellos, como sí ocurría con los andaluces: “Siempre he sentido consideración por los catalanes, tal vez por mi poca afinidad con ellos en cuanto a ideal de vida: activos, emprendedores, razonables…” y, además, cita a su padre, ubicando su forma de pensar con el talante catalán: “Mi padre, como buen comerciante, los admiraba, frente a lo que representaba Madrid, política, favoritismo, levantarse tarde; en Barcelona se trabaja, en Madrid se luce con el resultado del parangón” ( Juan Gil- Albert, 1995: 60-61).
   Vemos que Gil-Albert se distancia del mundo de su padre e incluso no será capaz, por desinterés, de llevar el negocio familiar cuando tenga que hacerlo, nos lo recuerda muy bien el estudio de Pedro J. de la Peña sobre el escritor alicantino: “Gil-Albert se ocupará de los negocios familiares. Una empresa -“Española de Envases”- que sufre los reveses de una economía floreciente. En sus funciones de administrador conocerá la angustia de quien achica agua de una barca con múltiples boquetes. Aquí y allá, intentando tapar los agujeros”, y, además, se presagia la ruina que no tardará en llegar para él y la economía familiar: “Solo, frente a una responsabilidad por la que nunca ha tenido interés, predilección alguna, y para la que –con bastante probabilidad- carecía de las mañas usuales del oficio” ( Pedro J. de la Peña, 1982: 71).
   En el año 1958 tendrá que vender la finca de El Salt, la propiedad familiar más querida. Su talante abierto a la cultura, al saber e incluso a la gran erudición no tiene que ver con ese estilo práctico de hombre  de negocios que nunca fue.
   Termino este repaso por la Crónica General (sin comentar, para no extenderme demasiado, los capítulos dedicados al cardenal Juan Bautista Benlloch o el capítulo dedicado a Las Cortes donde hace gala de gran erudición histórica) con la afirmación, de nuevo, de Pedro J. de la Peña cuando destaca, en el estudio antes citado, lo siguiente acerca de la Crónica General: “Por eso, en la total digresión que cada asunto representa respecto de los otros, la  Crónica General se convierte en el libro más novelesco y más autodefinitorio de Juan Gil-Albert” ( Pedro J. de la Peña, 1982:105).
     La intercalación de diferentes temas que aparecen en el libro no impiden disfrutar de los recuerdos del escritor, sino que acrecientan y agrandan la perspectiva y la visión íntegra de la cultura que posee Gil-Albert. Todo va revelando su importancia y el autor nos muestra que nada es anecdótico o, si lo es, cualquier detalle pasa de la anécdota a la relevancia.

La periodista Cristina Martínez de Información, nuevo directora del Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert

  Cristina Martínez, nueva directora del Instituto Gil-Albert ...